El gran pensador y filósofo alemán Friederich Nietzsche escribió en cierta ocasión que «una vez que descubres el para qué, cualquier cómo es bueno». Esta es una máxima interesante a tener en cuenta antes de que comencemos a pensar en cómo alcanzar nuestras metas.
Quien más quien menos, en los tiempos que corren, todos vivimos sobrecargados de trabajo, obligados en ocasiones a renunciar a ciertas cosas para poder llegar a tiempo a otras. Es cierto que nuestra sociedad ha avanzado mucho en todos los campos, pero ya hemos comenzado a pagar el precio por ello: nos falta tiempo.
Tiempo. Lo único que no podemos comprar ni vender. Para cada uno de nosotros comienza el día con los mismos minutos por delante para hacer con ellos lo que queramos. O al menos así debería ser. Porque muchas veces acabamos pensando que no hacemos lo que queremos sino lo que nos vemos obligados a hacer por las circunstancias que nos rodean. Pero ¿tiene que ser esto así realmente?
Claridad de metas
Hay personas que han instalado su vida en la urgencia y siempre van faltos de tiempo a todas partes. Su queja es que el día debería tener para ellos algunas horas más que para el resto de los mortales. Intentan organizarse, recurren a agendas que difícilmente pueden cumplir y se comprometen con plazos de los que terminan siendo esclavos.
En el otro extremo, en cambio, están aquellos que ven como pasan los días por delante de sí y no saben cómo atrapar las horas que ven escapar ante ellos. Nunca encuentran el momento de ponerse «manos a la obra». Se acuestan siempre con la sensación de «otro día que ha pasado en blanco».
Lo que tienen en común estos dos tipos de personas es su falta de claridad en sus «para qué». Si no tenemos claras nuestras metas no podremos encaminarnos hacia ellas. Nunca sabremos si vamos por el buen camino o estamos perdidos intentando complacer a los demás, cumpliendo las metas de otros pero no las nuestras.
No todo lo urgente es importante
Cuando no tenemos claros nuestros objetivos en la vida somos incapaces de decidir qué cosas son realmente importantes. Si no nos planteamos para qué hacemos las cosas nunca podremos saber si la tarea que reclama nuestra atención entra dentro de las que son importantes para nosotros o no.
La característica más definitoria de las personas exitosas es que son muy hábiles enfocando su trabajo hacia sus objetivos, sus metas, sus «para qué». Tienen claro aquéllo que desean conseguir y trabajan enfocándose para lograrlo. Se centran en lo que es importante y diferencian si es realmente urgente o no.
Para hacer un poco más complicada la situación, las tareas urgentes por lo general son más divertidas que las importantes, cuando las hacemos es más probable que alguien quede complacido, son más vistosas. Por el contrario las tareas importantes son las más tediosas, las que nos obligan a hacer un esfuerzo extra, las que en el fondo sabemos que debemos realizar ya, pero preferimos ir dejándolas a un lado hasta que acaban convirtiéndose en urgentes. Y son las que marcan la diferencia entre quienes viven agobiados por los plazos y quienes se centran en las tareas que al final les reportan grandes beneficios.
Nos será mucho más sencillo entenderlo si ponemos el conocido ejemplo del estudiante. Nuestro amigo universitario puede elegir entre lo importante, que es llevar las materias al días y hacer sus tareas o bien salir a divertirse con otros jóvenes y estudiar la noche antes del exámen. Para elegir entre una conducta y otra le ayudará mucho tener claro su propio «para qué», su propio objetivo.
Parémonos un momento a pensar en cuáles son nuestros objetivos en la vida, nuestros propios «para qué»: ganar más dinero, dedicar más tiempo a la familia, aumentar nuestras relaciones sociales, ascender a la junta directiva de la empresa, crear nuestra propia empresa, dedicarnos a los necesitados del mundo… Cualquier objetivo es bueno… aunque no todos nos proporcionan, a la larga, la misma satisfacción con nosotros mismos.